Ya diciembre es la antesala que anuncia el final de un año.
Otra vuelta al calendario que no sólo mira con nosotros el pasar del tiempo, sino lo que en ese espacio se va acumulando en nuestras vidas.
Sobra decir que hay cosas que terminan y otras que empiezan.
Unas que permanecen y otras que quizá nunca habrán de llegar o volver a nuestras vidas.
Como sea, el final de cada año es una oportunidad no sólo de reflexión y balance natural de logros y pendientes, sino también de revisar qué es aquello que venimos arrastrando y no nos deja estar en paz; qué es eso que ya debimos dejar ir hace mucho tiempo y que lejos de darnos esperanza, nos lastra y arrastra.
Me refiero quizá a viejos resentimientos; aquellas deudas incobrables o impagables de alguien que alguna vez nos lastimó y que no hemos querido o podido perdonar. Esto es especialmente pesado cuando ese resentimiento va dirigido hacia alguien que hemos amado mucho como un padre, un hermano, una ex pareja o un amigo.
Y no digo con esto que hay que darle vuelta a la página y que nada importa, claro que no. Sólo tú sabes lo que te ha dolido y lo que te ha costado tratar de entender qué fué lo que pasó.
Esto también pasa cuando al que no puedes perdonar es a ti mismo, como cuando cometiste un error o lastimaste a alguien que amabas. La situación es la misma; un enojo dirigido hacia otro en el pasado por algo que hizo o dejó de hacer y que pensamos lo hizo con la intención de lastimarnos o por lo poco que nos valoraba.
¿Pero es eso cierto? ¿Vale la pena terminar este año refrendando ese sentimiento perturbado que llevas ya arrastrando por mucho tiempo?
Quizá es momento de dar y darnos un regalo que verdaderamente sea el reflejo de lo que estas fiestas representan.
Un momento de encuentro con la paz, la templanza y la serenidad de saberte más ligero. No se trata de olvidar, sino de colocar eso que pasó en un lugar donde duela menos.
Lo mismo pasa con la muerte de un ser querido que aún nos negamos a aceptar. Esto a veces se lleva al grado de estar olvidando al que hoy esta, por insistir que vuelva el que ya no.
Este cierre de año es entonces una oportunidad para conmemorar a los que se aman, sin dejar de extrañarlos. Hacerles saber lo mucho que nos hacen falta y que no los hemos olvidado, pero que no sólo es el dolor lo que nos hace recordarlos, sino las vivencias compartidas y la esperanza de un día volver a reunirnos.
Cerrar el año más ligero es dejar de cargar a quien se ha marchado e invitarlo que camine a tu lado; que te acompañe y esté contigo, aunque ya no puedas verle. Este es un muy buen tiempo para recordarlos de otra manera.
Finalmente, otra forma de aligerar este final es dejando ir sueños que nos consumen.
Es natural en esta vida lograr algunas cosas y otras no. Y no estoy diciendo que hay que rendirse y bajar los brazos con algo que se desea mucho, sino que alcanzar aquello que soñamos no cobre una cuota muy alta, al punto de que pierda sentido lograrlo porque ya no haya vida para disfrutarlo.
Yo siempre he pensado que hay que dejar ir lo que no nos hace bien, venga en la envoltura que venga.
No es lo mismo que alcanzar un sueño pueda llevarte 30 años, a que un sueño se lleve 30 años de tu vida. La diferencia es que la perseverancia hace el triunfo más valioso; la insistencia ansiosa deja un sabor amargo cuando nos descubrimos agotados.
Es tiempo de dejar ir lo imposible, para disfrutar lo que hoy está y que un día no habrá de volver.