¡Pasión!… “Ponerse la camiseta — como decimos en México –, y apoyar a nuestro equipo”, son frases que resumen el ímpetu común de muchos millones de personas. Ahora que, después de la pandemia, por fin regresa a los estadios el tan esperado campeonato Mundial de Futbol. 

“Se trata de ser fieles a la causa, a los colores de nuestro equipo, estés en donde estés” se oye por ahí.  ¿Y por qué no? Gracias a que existen tantos equipos, nos emocionamos por unos días, unas semanas y podemos convivir, quizá hasta viajar, reír o entristecernos juntos, dejando de pensar en nuestras pequeñas diferencias. 

Nos sentimos uno con nuestro equipo y eso sí que suena a una auténtica fidelidad. Tanta alegría, no obstante, ha resaltado en noticias que, como grandes frijoles en el arroz, empezaron a “flotar” en los medios sobre aficionados que llevados por la intensidad del momento, cometieron infracciones desde el primer día, como portar o beber alcohol en las zonas prohibidas por el país anfitrión o manifestar conductas violentas hacia aficionados de los equipos contrarios, han sido buenos ejemplos, lo cual me generó una pregunta ¿La fidelidad al deporte o a un equipo, vale tanto como para exponerse a las penas que impone un país extranjero? -las cuales en Qatar por cierto, no parecen ser muy sutiles-,  y con esta cuestión me surgió otra  pregunta ¿Cómo podría ser alguien fiel a una causa sin con ello traicionar su propia seguridad? El diccionario de la Real Academia Española define fiel como aquel ser humano “constante en sus afectos y que no defrauda la confianza depositada en él”, acepción que por lo menos alude a dos virtudes: El amor y la certeza.  

Tomando en cuenta este significado, la realidad es que alguien que desacata las leyes por su pasión deportiva, quedaría muy mal parado frente a sí mismo. Si consideramos que el principio de la fidelidad debería situarse en el amor propio, estaríamos hablando de un ser que en el fondo, no se ama lo suficiente como para cuidarse y que no logra ser digno de su propia confianza. 

Me parece un escenario tan triste el caso de esos aficionados que nos ilustra con cuanta facilidad somos capaces de creer que seguir un vigoroso impulso implica ser fieles a nosotros mismos, o a nuestras pasiones, cuando en realidad puede ser exactamente lo contrario.

Una compulsión, un vicio o una adicción pueden ser tan intensos que podemos llegar a creer que sin ellos no somos nada. Suponemos que la fuerza de un sentimiento nos define, pero eso no es verdad. Los sentimientos son herramientas para percibir la realidad con humanidad; gracias a ellos, podemos comprender a alguien, brindarle ayuda, solidarizarnos con sus tristezas o alegrías y sentirnos unidos. Pero, como toda buena herramienta, pueden servir para nuestro beneficio o nuestra perdición. 

Todo es cuestión de equilibrio y sabiduría. Quien por la fuerza de la pasión pierden su seguridad o arriesgan su vida, como los fanáticos que desbordan sus conductas en un partido para terminar convirtiendo su sueño de asistir al mundial en una pesadilla, seguramente necesitan aprender que la mayor y más valiosa fidelidad comienza por el cuidado de uno mismo. 

A veces, aguardar a que pase la ola de una impetuosa emoción, puede llevarnos a alegrías más sublimes que la efímera descarga de una excitación deportiva. ¿No creen?