Estamos acostumbrados, consciente e inconscientemente, a concebir la muerte con una buena dosis de humor y sentido festivo, lo cual incluye colores, aromas  y sabores.  

Así por ejemplo, el cempaxútlil, con su naranja intenso tapiza las tumbas, al igual que los floreros de nuestros hogares, jardines y ofrendas. Flor autóctona y antigua que se usaba en numerosas festividades, junto con muchas otras,  jugando un papel importante en la vida de los mexicanos y sus ritos.

Ya desde el México prehispánico se celebraban fiestas que tenían una relación íntima con la muerte y que se repartían a lo largo del calendario agrícola. Todo un viaje al Mictlán o Reino de los Muertos, a la llegada de los difuntos en el México prehispánico a través de sus festividades durante los 18 meses del año azteca, que se destacaban de dos de manera muy especiales: la primera llamada Tlaxochimaco o Miccaihutitontli, es decir fiesta pequeña de los muertos o fiesta de los muertos pequeños; y la otra bajo las diferentes denominaciones de Xocotl, Huietzi, también llamada Hueymiccaihuitl, o sea la fiesta grande de los muertos o muertos grandes.

En la concepción mesoamericana, la existencia del ser después de la muerte, no dependía de la manera en que se había vivido, como en la religión cristiana y su ética, sino de las circunstancias en que se había muerto. Por igual, según su fecha de nacimiento en el calendario mágico.

Había otras fiestas como por ejemplo la de Tepeilhuitl en la que se hacían imágenes de montes, ya que en ese lugar se juntaban las nubes en memoria de los que habían muerto en el agua, heridos por un rayo o de los que morían quemados, es decir todos los que estaban destinados a acompañar a Tlaloc en su paraíso. 

Por otra parte,  se sabe que en el mes de Cuecholi se rememoraba a los muertos en la guerra, los que habían de acompañar al sol en su carrera hasta alcanzar el cenit y luego bajaban por la tarde trasformados en mariposas y colibríes. Justo en el mes de Izcalli, era cuando se efectuaba la fiesta de los tamales en honor al dios de fuego  Xiutecuhtli, ritual que además incluía la preparación de cinco clases de tamales dedicados a las llamas del hogar. Para honrarlos se colocaban en cada sepultura, en el entendido de que no eran difuntos comunes. Y se velaban hasta 3 o 4 días.

Martha Chapa Oleo sobre Tela

Las costumbres y objetos sagrados en ese caso, han sufrido una metamorfosis al igual que los ornatos y así otros materiales similares, pero no dejan aún de representar ese diálogo que entablan los hombres con los dioses y a la espera de sus difuntos para agasajarlos dentro de un universo estético. Armonioso colorido lleno de sabores y aromas inconfundibles, intensos, penetrantes que al percibirlos, identificamos que es Noviembre.

Todos los objetos destinados a esta celebración, trátese del ocote, el copal, las calaveritas, los candelabros de barro, el papel picado, implican también la capacidad del mexicano, para jugar con la muerte, burlarse y hasta referirse a ella despectivamente.  

Por supuesto  el día 1 y 2 de noviembre son sagrados, días íntimos, aunque también poseen una dimensión colectiva y comunitaria, ritual donde siempre  es muy importante recibir y despedir a las almas, previa preparación de las ofrendas en el altar y el arreglo de las tumbas, como el acto importante de velarlos en el panteón,  mezclado todo con los oficios de la liturgia católica, en excelso mestizaje.

Se piensa entonces que las almas regresan y deben recibírseles con música, comida y por supuesto con los mejores recuerdos. En esos momentos no se les teme, al contrario se aman y disfrutan nuestros muertos.  Días en que prevalece el aroma de las flores,  se intensifican los rezos,  se encienden las veladoras por todos lados y repiquetean las campanas. Y por supuesto que en cada lugar se festeja de manera diferente. 

Tienen fama de hacerlos más bellos en los pueblos nahuas de la Ciudad de México como Mixquic, y en comunidades purépechas, y no se quedan atrás los zapotecas del Valle de Oaxaca. En todo caso, reaparecen las fotografías de los parientes que ya no están con nosotros, sus objetos o platillos favoritos en vida y eso sí muchos, muchos floreros.

Es importante que el petate sea nuevo para que esté desprovisto de mala vibra y en él se colocan varios incensarios, aunque hay quienes integran a la ofrenda alguna prenda u objeto de la predilección cuando se trata de un adulto y para los niños se utilizan juguetes. En fin, que todos los objetos rituales son un vivo testimonio de la creatividad de nuestro pueblo.

El sincretismo de esta fiesta es innegable aunque debemos tener en cuenta que sus raíces son las costumbres prehispánicas, ya que nuestros antepasados solían hacer regalos a los muertos y también visitar los panteones con la idea de que compartían con los difuntos su regreso. Los evangelistas españoles aprovecharon estas creencias y las trasladaron a sus propios valores religiosos.

Como un antepostre quiero decirles que para nosotros los mexicanos la muerte no es un dejar de ser, sino un tránsito hacia otra vida. Ideas éstas que existen desde la antigüedad. Después de la muerte, se dice, hay un sitio, un paraíso en el que hay abundancia de comida, de bebida y dulzura; a diferencia del infierno, lugar al que van los malos guerreros y en general los malvivientes donde hay grandes necesidades, de hambre, con frío, cansancio, tristeza, como lo refiere fray Diego de Landa.   

Todo un capítulo merece la comida, e incluye lo mismo atoles o chocolatito caliente muy bien batido, tamales que humean, los moles que no se hacen esperar, gorditas de alberjón, y que decir de la bebida, no sólo la de frutas sino esa que se necesita y mucho resumida en la frase genial. ¿Por qué bebes? pues para olvidar que bebo o como dicen en mi tierra: “La borrachera es del tamaño de la culpa”. 

Pero también los postres como: la calabaza en piloncillo, el pan de muerto, las calaveritas de azúcar, el dulce de tejocote, y otras muchas delicias, confituras y alimentos. Y dese luego mitos, leyendas y supersticiones

Pues bien, los convoco a que desde aquí rindamos homenaje a todos los nuestros. A que brindemos, por los espíritus que nos acompañan, por los seres queridos con quienes compartimos el altar de vida, a la vez que agradezcamos siempre la oportunidad de estar aquí y ahora. Pero también, pensar en tantos que han muerto en la ola de violencia que azota al mundo, y a nuestro país mismo, deseando que la concordia y la paz reinen entre nosotros.

Así es que todo un paraíso completo, paraíso de aromas, de sabores, texturas, música y escenografías,  que son un tributo a la vida después de la muerte.

Martha Chapa

Martha Chapa

Artista plástica, escritora y conductora de medios.

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