En estos días de Coronavirus, donde muchos hacen acopio de víveres pero sin caer en las compras de pánico y menos aún en histeria colectiva, hay que ir más todavía hacia los libros como el mejor refugio.

Ahora que tanto nos piden que nos aislemos, aprovechemos el espacio para leer más. En mi caso, desde muy pequeña tuve la fortuna de que mi padre me acercara a los libros y me enseñara su valor intrínseco y su dimensión verdaderamente sagrada. Entre los recuerdos más nítidos que tengo de la niñez, está el de aquella luz que advertía noche a noche desde mi cama, y que alumbraba hasta ya muy tarde la recámara de mis padres y también, de paso, la mía. Esa luz  me hacia sentir cobijada y protegida y me traía a la mente la imagen de mi padre absorto frente a un libro, pues sabía que se desvelaba leyendo.

Recuerdo que no entendía cómo un hombre que trabajaba de sol a luna, curando y consolando enfermos, ayudando a los amigos, diseminando cariño, sonrisas y alegría, tenía, a esas horas de la noche, tanto ánimo para leer, escribir, estudiar. Cuando llegaba y nos encontraba despiertos acostumbraba platicar con nosotros, conmigo especialmente. Casi siempre me preguntaba: “¿Cómo te fue hijita? Y ahí se iniciaba con una breve conversación que él remataba con otra pregunta: “¿qué leíste hoy?

Los domingos escogíamos entre todos un libro y había lectura familiar. Así, de este modo tan cálido, tan directo, impregnado de amor paternal, inicié mi gusto por la lectura y, en consecuencia, mi inclinación hacia esos bellos objetos llenos de vida que son los libros. Desde muy pequeñita me llamaban la atención las portadas y en infinidad de ocasiones llegué a comprar muchos, muchos libros, solamente por las imágenes, que hacían fluir con verdadera rapidez mi imaginación Y lo mejor de todo es que algunas veces mi elección era acertada también en cuanto al contenido. 

Lo que quiero decir es que recibí una de las mejores herencias posibles: el amor por los libros. Y debo reconocer que este legado no sólo provino de mi padre, sino también de mis maestras y maestros, pero en especial de mis tías, mujeres a las que me he referido una y otra vez, y siempre lo haré —ésta no es una excepción— con renovada emoción y  agradecimiento, porque ellas también forjaron mi alma además de que avivaron mis intereses existenciales. Me refiero a las dos hermanas de mi padre: una de ellas pintora,  y la otra una gran cocinera, quienes me trasmitieron la devoción por esas dos nobles actividades, lo que muy probablemente marcó mi destino. Así que en parte gracias a ellas he llegado a conquistar algunos espacios dentro de la plástica, a la vez que me he convertido en una incansable investigadora de nuestros sabores. Y ambas grandes lectoras. 

En conjunto, esas vivencias de mi infancia me han impulsado hacia el amor por la lectura y el gusto por recorrer librerías de todo tipo y adquirir libros, leerlos, hojearlos, apreciarlos y conservarlos. Y no sólo eso, sino también he desarrollado el interés y deleite de concebirlos y realizarlos. En el intenso peregrinar de mi vida he tenido el privilegio de aportar ya 30 títulos a la gastronomía mexicana y otros en torno a mi quehacer plástico. 

También estoy consciente de que las limitaciones económicas no necesariamente son un impedimento cuando alguien tiene verdaderos deseos de leer, ya que hay muchas maneras de tener acceso a los libros, bien sea en las bibliotecas públicas, en las librerías de segunda mano —donde se consiguen obra de todo tipo a precios bajos— e incluso por medio de préstamos (bien se dice que es una manera de obtener los libros regalados, en vista de la certeza del dicho que señala: “Es ingenuo aquel que presta un libro, pero más ingenuo el que lo devuelve”…) o también accediendo al internet y los PDF´s.

En fin, que en estos días difíciles, sean sobre todo los libros los que nos cobijen, alumbren y aleccionen.