“Los mercados son museos efímeros”, dijo André Malraux. Palabras que se convierten para mí en anhelos de proyectos gastronómicos y literarios. Una aseveración que se convirtió en eco permanente y poco a poco se ha transformado en una verdadera obsesión, ya que siento que son galerías de la vida mexicana donde podemos comprender una parte importante de nuestra esencia. Poseen mil y un colores, olores y sabores. Como apariciones se presentan casi siempre ante mis ojos los tonos de las frutas, las flores, las verduras, las semillas que luego trasfiero a mi pintura. En mi tacto siento las texturas de las coliflores, las calabazas, las lechugas y en mis oídos escucho los murmullos de la gente. Tocar un melón o calar la sangría son actos de magia pura. Visitar un mercado significa establecer un contacto directo con la naturaleza. Paladear con los sentidos esos miles de manjares significa confirmar que de alguna manera nunca hemos salido del Paraíso.

Es muy fácil comprender por qué los conquistadores, cuando llegaron a México, se impresionaron tanto con nuestros centros de intercambio alimentario. Celebraciones que terminaron por reseñar con admiración, en sus crónicas, Bernal Díaz del Castillo y fray Bernardino de Sahagún. El mismo Cortés, en su segunda Carta de relación, enviada a Carlos V el 3 de octubre de 1520, hace una emocionada descripción de los famosos tianguis.

Me apoyo (con fundamento de sobra) en lo que acabo de relatarles para manifestar que, desde hace mucho tiempo he acariciado la idea de comentar algunas conversaciones que he sostenido con una infinidad  de “marchantes”, a los que siento amigos, consejeros de las bondades de los productos que venden y al propio tiempo transmisores como también termómetro de los sucesos políticos, de rumores de toda clase, inclusive hasta de la vida privada de uno que otro político que está en el candelero y asimismo propiciadores de un sin fin de mitos y leyendas. Todos ellos, al tiempo que abren una piña, horadan al ser humano que tienen enfrente. Bella y sabia forma de interpretar la existencia. En síntesis, por lo concreto de su vida, son sabios conocedores del alma humana.

Además, los marchantes han inspirado mis profundas y emotivas indagaciones antropológicas, sociales y hasta económicas; una bella manera para conocer a la gente del pueblo y estar en contacto con la savia natural del país. El mercado es centro de convivencia, lugar donde se practica la verdadera democracia, ya que la alimentación ofrece el privilegio único para unir a todas las clases sociales: lo mismo come un monarca que un plebeyo,  un presidente o un alguacil: “Monta tanto, tanto monta, Isabel como Fernando.”

Para conocer un país, su grado de libertad,  su cultura, economía y  sociedad, es necesario frecuentar sus plazas, ferias y sin faltar los mercados, amén de las fondas, taquerías y restaurantes de corte popular y por supuesto no descarto uno que otro de postín: Pero “Dejadme primero ver el mercado que luego iré al cielo”, nos dice fray Diego Durán. Para conocer México es imprescindible visitar el mercado de la Central de Abasto, la Merced,  Jamaica,  San Juan, San Ángel, en fin, tantos que nos revelan con exactitud el mosaico cultural que somos. Tarea obligada para nuestra generación es impulsarlos y conservarlos, pues los mercados han dejado de crecer en número y peligra de manera muy contundente su existencia, (desde la época de Ruiz Cortínez no se construyen)  por lo tanto han dejado de reproducirse como antaño. Sus entenados son las tiendas de autoservicio, los supermercados de corte americano, funcionales pero fríos, o bien los mercados sobre ruedas, que son antifuncionales, sucios y estorbosos. 

Debe admitirse con tristeza que los nietos de los ancestrales tianguis no conservaron la grandeza de sus abuelos, como tampoco los pregones. Ni el trato humano. Debemos mantener en nuestra memoria colectiva, estos templos de la naturaleza que hacen homenaje al país y por ello mi interés de que en estos espacios tan llenos de singularidad, prosperen. De igual manera expreso mi admiración por las fondas, loncherías, taquerías, ostionerías y todo aquello que revele nuestra idiosincrasia y costumbres, es decir la cultura popular.

Sacar jugo a las naranjas, calar sandías, probar mangos, acariciar manzanas, conversar con los marchantes, deleitarse con un taco bien hecho o con una salsa misteriosamente elaborada, comerse con fruición un torta,  admirar la abigarrada decoración de una fonda, es todo un misterio digno de vivirse y de contarse.