Ser padre de familia equivale a caminar por un bosque del cual todo mundo habla, pero nadie tiene un mapa. La tarea puede ser a veces, satisfactoria y apacible, pero también retadora e inquietante como el tránsito por los bordes de un peñasco. Siendo así, no resulta tan sorprendente conocer familias que, seducidas por el auge de la tecnología, empiecen a creer, sin darse cuenta, repito, sin darse cuenta, que la crianza puede realizarse de manera más simple, con la intervención de los dispositivos electrónicos y las pantallas que sirven a manera de niñeras electrónicas y sustitutos de la charla cotidiana.
Y si bien es verdad que virtualización del pensamiento de niños y adolescentes supone muchos riesgos. No siempre son ellos los que quedan atrapados en las redes del mundo digital. Recientemente, están llegando a solicitar ayuda psicológica muchachos que se quejan de una profunda sensación de aislamiento y depresión porque sus padres no logran desprenderse de los dispositivos electrónicos. Al abordar la situación en el nivel familiar, se vuelve evidente que, si bien los tiempos de coexistencia en familia han aumentado, en especial con el auge del homeoffice, los tiempos de convivencia han disminuido, lo que está ocasionando que el acto de “estar juntos” vaya perdiendo significado del encuentro entre personas, para convertirse en una reunión de “objetos”. Por supuesto, las comunicaciones on-line son un buen complemento de las relaciones interpersonales, pero nunca podrán sustituirlas, y menos cuando el amor es la sustancia que les da sentido. Sirve de muy poco decirle a un chico que se le ama, si al momento de interactuar, nuestra atención está puesta en una pantalla. Tampoco será lo mismo mandarle un mensaje de recámara a recámara, que darle una indicación conectando con su mirada.
La razón de esto es que el receptor interno de todas nuestras emociones, el “hardware” de nuestro ser es el sistema nervioso. Cuando lo alimentamos con comunicación de calidad, nuestros “circuitos” aprenden a funcionar, integrando las situaciones del medio ambiente (ya sean placenteras o desagradables), dándole herramientas de autorregulación y calma a nuestra mente, lo cual solo ocurre solo si nuestro cerebro ha sido ejercitado con la escucha atenta y amorosa de nuestros padres. Así el cerebro adquiere la facultad de generar unas sustancias llamadas neurotransmisores que le dan paz y felicidad.
Pero ¿Qué sucede cuando un chico, pasa largas horas al lado de sus progenitores sin verdadera convivencia personal? Su cerebro vivirá “hambriento” de estas sustancias y, al principio, entrará en un estado de alerta, tratando de identificar todo aquello que le produzca sensaciones semejantes. He aquí uno de los principios de la adicción a la internet y de las conductas de riesgo en que los adolescentes incurren. No obstante, -si el tiempo de carencia se prolonga, como sucede a muchos chicos cuya madurez no les otorga suficientes recursos para expresar cómo se sienten o a quienes, a pesar de decirlo, no son suficientemente escuchados-, la reacción ya no será de alerta, sino de tristeza que, -aún cuando no excluye la búsqueda de gratificaciones adictivas- sí los sume en reacciones depresivas cuyos efectos también alteran la fisiología del cerebro, provocando que les sea cada vez más difícil reaccionar de manera alegre y comprensiva frente a los cambios del entorno. La falta de convivencia, se convierte, entonces, en una especie de “virus” o “malware” que se cuela en su cerebro, robándoles confianza en sí mismo y en el mundo, lo cual termina bloquenado el desarrollo de otras funciones cerebrales como las que están directamente relacionadas con el aprendizaje y la inteligencia.
Por fortuna, aunque de manera preocupante, está surgiendo una generación de muchachos que se están percatando de que sus padres son los que están “desconectados” de lo que ocurre al resto de los integrantes de la familia. Ellos tienen un poco más de energía mental que los que simplemente se deprimen y están usándola para dar señales de alerta, antes de que sus cerebros también se apaguen. Ellos son los que llegan a consultorio, quejándose de que no pueden comunicarse con los adultos de casa porque éstos “viven” pegados al celular, las computadoras y los mensajes de texto.
De no rescatarse la verdadera convivencia -a pesar” de tantos distractores electrónicos-, estaremos formando una sociedad con un futuro muy poco alentador para los hijos de hoy.
Ser padre, siempre generará incertidumbre, pero ¿Acaso no será mejor, “tomar al toro por los cuernos,” que darle la espalda y esperar las consecuencias de una sociedad que ignoró el valor de cultivar la salud mental de sus menores?