Septiembre es para los mexicanos, un mes muy especial. No acierto a encontrar, entre mis compatriotas presentes o escondidos entre las evocaciones del pasado, alguno que no tenga vivo el sentimiento la “Noche del grito”.  Ya sea en casa o fuera de ella, en la plaza, en la calle, en un parque o en la escuela, cada año, la noche del 15 se reconfigura el caleidoscopio de nuestra cultura en forma de pirotecnia, banderas, luces, bailes, bebida y comida. 

Festejamos el inicio oficial de nuestra nación. El tejido de nuestra idiosincrasia se rememora en la piel y el corazón de los mexicanos: Esos seres inexplicables que no admiten más que sus propios puntos medios, lugares que existen en otro espacio más allá del todo y la nada, y donde ninguna comprensión que no sea mexicana puede acceder. Nuestro lenguaje es una muestra clara. La dulzura de cualquier frase dejada caer “con descuido” puede esconder la acidez de un albur más picante que el chile habanero. Los diminutivos no son acuerdos de tiempo y circunstancia sino de alianzas consabidas y no explicadas. Por ejemplo, decir “ahora”, no es para nada lo mismo que “ahorita” o “en un ratito”, una expresión así incluye una discreta petición de condescendencia que solo los mexicanos entendemos. Nos hermanamos a través de la imprecisión y las contradicciones. Gracias a ellas, hacemos magia con cualquier cantidad de cosas como la gastronomía, el arte y la diversión. Eso nos convierte en únicos, niños juguetones en el mundo de las naciones, despertando la simpatía con la que nos ven muchos extranjeros.

Esas son las luces que nos exaltan cuando el orgullo se nos desborda en el pecho mientras gritamos ¡Viva México, viva México! Pero. ¿Cuáles son nuestras sombras? ¿De donde vienen? Sin querer agotar ni con mucho, respuestas a estas preguntas que seres cultísimos como Octavio Paz, Díaz Infante o Díaz Guerrero han explorado con profundo alcance, me atrevo a volver la vista hacia algunas cosas que son los dolores de cabeza de nuestro pueblo. ¿Quién no se queja de la corrupción con que nos hacemos trampa unos a otros? ¿Y de los excesos que a la vuelta de la fiesta, se convierten en difuntos que no llegaron a la víspera? Parece injusto atribuirle a nuestra singularidad el motor de la deslealtad y la tragedia. 

La psicología nos ha enseñado que aquél que arrebata o maltrata, trae una huella de falta de amor, un miedo a la existencia y un hambre interior que se expresan a manera demasía: ser el más fregónel más buzoel que no se raja. Cuando un mexicano abraza desde el corazón estas frases, se ha olvidado que sus vecinos, también son mexicanos y más aún, son seres humanos. Solo ve enemigos a su alrededor. 

La carencia interna “le da valor” aunque, para demostrarlo, requiera una borrachera, una transa o una riña. Ese amor propio que con tanta ferocidad se defiende, no es sino todo lo contrario. 

El verdadero amor trae paz, felicidad y compromiso con los demás. No hay amor si en el acto me lastimo o lastimo a los otros, y tampoco hay real felicidad si “mi alegría” transgrede su existencia. 

“¡Viva México c…!”, puede ser un chiste o un asalto a la integridad de mis congéneres. Quien ama y es amado sabe que todo está bien, que puede confiar y ser confiable.

Si unir los opuestos es vocación mexicana, hagámoslo tomando consciencia de que cuando nos desbordamos en el festejo, NO estamos mostrando cuánto valemos, sino de qué carecemos y esto sí que no es cosa de orgullo. 

Algo que nos enorgullece, es algo que deberíamos percibir como fuente de admiración, aprecio y finalmente, amor. Es imposible unir el verdadero amor con la irresponsabilidad. ¿No creen? 

Deseo, entrañablemente que estas fiestas patrias y nuestra vida cotidiana pasen de los saldos blancos a los saldos luminosos de una gran nación.