¿Cuántos de nosotros no hemos coqueteado con convertirnos en el personaje principal de nuestra serie favorita o en un influencer del tamaño de nuestro YO IDEAL? A todos nos gusta fantasear, pero ¿cuanto nos acerca o nos aleja la fantasía de descubrir nuestra misión personal? Ese sentido especial, por el cual, lo que hacemos tiene sabor de plenitud.

Nadie puede esconder a su propia alma la verdad o falsedad de su realización, pero sí lo puede hacer ante los demás y más ahora que la imagen personal se ha convertido, como nunca, en objeto de culto, diversión y negocio, gracias a las redes sociales. 

La virtualidad nos ha hecho creer que quien se muestra bello, lo es, quien toma el papel de sabio, tiene todas las respuestas y quien dice estar lleno de satisfacción, lo está. Es por esto, que las imágenes de algunos en las redes se han convertido, para otros, en fuente de la existencia; se incrustan como esquirlas en los vacíos interiores de quienes están del otro lado, contemplando. “Quizá yo no tenga una vida reluciente y ejemplar, pero mira: él… ella… ya lo lograron,  y mostrar al mundo su éxito se ha convertido en parte esencial, en el camino hacia su prosperidad. “Quiero ser como ellos. ¡Lo voy a intentar! Tengo que publicar… ¿Qué? No sé. ¿Lo qué me gusta? ¿Todo? Ya se me ocurrirá. Pero tengo que publicar.” El regalo de la tierra prometida a un click de distancia, escondido en la cámara de tu teléfono inteligente. A las pruebas (con photshop) me remito… Así, cada vez son más los seres, influencers, que luchan por mantener una imagen mientras confunden el camino hacia la felicidad, con una crónica fotográfica de instantes “épicos”, sonrisas y seguidores que muchas veces tienen muy poco que ver con las vicisitudes de su vida cotidiana.

Esta consideración me surgió, cuando, al alentar a un joven a hablar sobre sus emociones y sobre el sentido de su vida, expresó su profundo miedo a detenerse y reflexionar. “Si pienso, siento que entro en un hoyo oscuro. No sé qué hay adentro y no quiero saberlo. Me causa angustia… Mejor hablemos de cómo me estoy poniendo fit” (refiriéndose a la musculatura que estaba obteniendo, gracias al gym), misma que disfrutaba de postearconstantemente en la web. Me recordó al protagonista de El caballero inexistente, novela de Ítalo Calvino, quien siempre se presentaba en batalla con la armadura impecablemente ataviada; el mejor guerrero, que, sin embargo, no podía despojarse de su coraza metálica por ningún motivo, pues, al hacerlo dejaría de existir, ya que adentro de la misma no había nada, ni carne, ni huesos, ni aliento, ni sentimientos. Nada. Existía de la armadura para afuera. Lo único que le producía cierta incomodidad eran las imperfecciones de sus compañeros de guerra (personas de verdad) y que alguien se asomara a través de su yelmo para descubrir la oscuridad de su verdad. 

Hay que atravesar los espejismos del ego que nos empuja a tratar de ser admirados y aprobados como “reyes” para descubrir que la solución al misterio de la realización se encuentra justo detrás del telón de ese vacío que, de tanto en tanto, reclama nuestra atención y que lejos de ser un espectro del cual hay que huir, es un aliado que nos señala el tiempo de entrar en nosotros mismos y preguntarnos: ¿Cuál es mi mejor manera de servir al mundo, mi forma particular de hacer que el gozo de mi existencia sea fuente de plenitud para aquellos que me rodean? La imagen que damos al mundo es secundaria. Cuando el verdadero ser actúa, ni siquiera tenemos necesidad de anunciarlo: si es necesario para el bien de todos, mis acciones serán vistas. 

La herramienta que hace posible atravesar esa “oscuridad” siempre será el amor. El amor que nos tenemos a nosotros mismos y el que nos ofrecen los demás. Si alguien acepta el amor en su vida, tendrá la capacidad de reconocerse como hace la madre feliz que abre los brazos a un hijo. Podrá advertir con mayor facilidad sus talentos y disfrutar de ellos, mientras acepta con benevolencia sus imperfecciones y las agradece como ayudas extras en el camino de revelar y cumplir su misión. Vale la pena dejar de confundir el camino a la realización con el empeño a mostrarlo. ¿No creen?