¿Cuándo fue la última vez que te sorprendiste por algo? Seguramente no vas a tener la respuesta, porque esto debe haber sido hace mucho, mucho tiempo… Y es que la rutina de ser adultos así nos va moldeando, vemos hechos y sucesos, pero como nos educaron para dejar las actitudes infantiles de lado y volvernos tremendamente racionales, dejamos de ver el mundo con frescura y cuestionarnos las cosas. 

Hoy te vengo a proponer justo lo contrario. Aprovechando que es la primera vez -y única- que vivimos este 2025 recobra tu infancia, ábrete a nuevas experiencias y redescubre la vida con nuevos ojos.

Hay un instante que permanece suspendido en la memoria cuando vivimos algo nuevo. Una especie de magia que ocurre cuando lo desconocido se convierte en descubrimiento, cuando los sentidos se expanden y la mente, por un segundo, deja de calcular y simplemente siente. Haz un recuento. ¿Qué sentiste la primera vez que montaste en bicicleta sin rueditas, el primer día en una escuela nueva, el primer beso, o cuando conociste el mar? Son momentos que marcan no solo nuestra memoria, sino también nuestras emociones, percepción del mundo y de nosotros mismos. Pero ¿qué ocurre cuando crecemos, cuando el paso del tiempo y la rutina parecen opacar esa capacidad de asombro tan propia de la infancia?

La adultez, con su carga de responsabilidades y su enfoque constante en el hacer, nos arrastra hacia un ritmo en el que todo lo que es nuevo también parece amenazante. Nos acomodamos en nuestra zona de confort porque la incertidumbre, aunque pudiera sonar fascinante, también nos enfrenta con el miedo a fallar, a no saber, a perder el control. Dejamos de cuestionar, aprendemos a ejecutar y nos olvidamos que allá afuera hay millones de cosas que, si ponemos atención, son capaces de llamar nuestra atención, por pequeñas que pudieran ser y que hoy pasan desapercibidas.

Desde mi humilde opinión, la vida está hecha para vivirse con curiosidad. Atrevernos a experimentar primeras veces, incluso cuando ya hemos recorrido varios años del calendario, sin duda que es una declaración de valentía, ya que significa elegir la posibilidad por encima de la comodidad y reencontrarnos con la versión más vibrante y despierta de nosotros mismos.

El asombro, ese superpoder olvidado

Albert Einstein decía “Quien ya no puede detenerse a admirar y maravillarse, está como muerto: sus ojos están cerrados”. El asombro no es un lujo, es una necesidad. Es ese impulso que nos lleva a explorar, a descubrir, a cuestionar y a aprender. Y aunque de niños parecía surgir de forma natural -¡todo era nuevo!-, en la adultez necesitamos provocarlo. De entrada, con una pregunta muy simple. ¿Por qué? ¡Cuántas veces solíamos hacerla hasta estar satisfechos con la respuesta, hoy se nos olvida preguntar y sólo damos por hecho! Estoy segura que ni por la cabeza te había pasado. Y la segunda es que, deliberadamente, busques esos momentos de descubrimiento. 

Las primeras veces no tienen por qué ser grandiosas o dignas de una película; a veces son pequeños saltos que nos permiten salir de la rutina y recordar lo vivos que estamos.

¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo que nunca habías hecho antes? Quizá probaste un alimento desconocido, aprendiste a bailar salsa, escribiste un poema, viajaste a un lugar en el que nunca habías estado. Quizá te atreviste a hablar en público, a iniciar un nuevo pasatiempo, o a mirar las estrellas y aprender el nombre de una constelación. ¡Todo cuenta!

El asombro, además, rejuvenece la mente. La neurociencia ha demostrado que experimentar cosas nuevas crea nuevas conexiones neuronales. Es como si el cerebro se activara y encontrara nuevas rutas para funcionar. Estos instantes únicos lo desafían, lo obligan a salir del piloto automático y a prestar atención al momento presente. El asombro, entonces, no solo es un acto emocional, también es una gimnasia mental que mantiene la mente ágil y abierta.

Adentrarse en lo desconocido nunca ha sido sencillo. Las primeras veces implican salir de la comodidad y, muchas veces, enfrentar el miedo. Por eso también son actos de valentía. De niños, ese miedo era opacado por la curiosidad y el deseo de aprender; pero, con el tiempo, el miedo a fallar se instala y nos paraliza. No queremos equivocarnos y mucho menos sentirnos vulnerables o incompetentes porque también cuando éramos pequeños nos quitaron esta chispa al enseñarnos que siempre tenemos que buscar la estrellita que nos premia como los mejores y que fallar implica no serlo. 

Hoy deberíamos verlo diferente, sí, podemos fallar, pero en el camino podemos aprender mucho más. Porque aquí hay una verdad: si retomamos nuestros primeros pasos nos regresan al inicio, a ese lugar en el que el resultado no es lo más importante, sino la experiencia misma. Aceptar que no siempre seremos los mejores en algo nos libera. Nos quita la presión de ser perfectos y nos da permiso de disfrutar, de reírnos de nosotros mismos, de aprender en el proceso.

De alguna manera, cada primera vez nos pone cara a cara con nuestro niño interior. Ese pequeño que no teme caerse porque sabe que también puede levantarse y que se da el lujo de ver el mundo con curiosidad en lugar de escepticismo y que encuentra alegría en lo más simple.

Romper la rutina: un regalo para el presente

La rutina, si bien nos da estructura y estabilidad, también nos aleja de la novedad. La mayoría de las veces, vivimos en un ciclo repetitivo: mismas rutas, mismos lugares, mismas conversaciones. Y aunque eso puede brindarnos tranquilidad, también nos desconecta del presente. Nos volvemos expertos en ir de un punto a otro sin estar realmente allí.

Cuando hacemos algo novedoso, el presente cobra protagonismo. Estamos atentos a cada detalle porque no conocemos el camino. Si estamos aprendiendo a pintar, observamos los colores con una intensidad que habíamos olvidado. Si estamos conociendo una ciudad nueva, cada rincón se vuelve una historia por descubrir. Hacer algo nuevo nos recuerda que el tiempo está aquí y ahora. Que somos protagonistas y no espectadores de nuestra vida.

Buscar primeras veces en la adultez puede ser desafiante, pero también es profundamente gratificante. No se trata de hacer cosas extraordinarias todo el tiempo; se trata de salir de la inercia y atreverse a explorar:

  • Proponte aprender algo nuevo, un idioma, una receta, un deporte, un instrumento. El aprendizaje continuo es un antídoto contra la monotonía.
  • Rompe rutinas pequeñas, como buscar una ruta diferente al trabajo, probar un restaurante nuevo, ver un género de película que nunca elegirías.
  • Conoce personas nuevas, conversar con alguien fuera de tu círculo habitual puede abrirte a nuevas perspectivas.
  • Viaja, aunque sea cerca, no hace falta ir lejos para descubrir lugares nuevos. La sorpresa puede estar en un barrio cercano que nunca has explorado.

Nunca olvides el legado de esas primeras veces… Volver a experimentarlas no solo nos beneficia a nosotros, también inspira a quienes nos rodean. Somos ejemplo para nuestros hijos, alumnos, amigos o compañeros cuando nos atrevemos a romper el molde. Demostramos que nunca es tarde para aprender, cambiar o sorprenderse.

Al final, estas experiencias nos devuelven a lo esencial: la capacidad de maravillarnos, de equivocarnos y de celebrar los pequeños logros. Nos recuerdan que estamos vivos, que siempre hay algo por descubrir y que la vida, aunque a veces se sienta repetitiva, es un terreno infinito de posibilidades.

Así que, la próxima vez que te preguntes si vale la pena intentarlo, si deberías atreverte a dar ese paso, recuerda que la capacidad de asombro que nos brindan nunca pierde su poder. Porque en ellas se esconde la oportunidad de redescubrir el mundo con ojos nuevos y, quizá, también redescubrirte a ti mismo.

¿Quieres quedarte en la comodidad o quieres vivir?  La respuesta puede cambiar tu vida. 

¡Feliz primera experiencia 2025!