Quizás la experiencia más delicada del mundo sea el ser visto. Al nacer ignoramos quienes somos. Pero alguien allá afuera, al menos por curiosidad, nos “otorga” la cualidad de existir cuando con sus ojos descubre que hemos llegado… Uno más entre tantos millones, aunque, insustituible. De esta manera, los cuidados de quienes nos miran y atienden salvan nuestro cuerpo físico y plantan las semillas de nuestra identidad. Gracias a esto, la mente se descubre a sí misma. Dejará de ser algo, para convertirse en alguien.
La mirada es tan necesaria para el ser, como el alimento para el cuerpo. Nos hace sentirnos valiosos y permite transmitirle al otro la valía que le brindamos. La prueba de ello es que cuando admiramos a alguien y más aún, cuando le amamos, nos regocijamos con verle. Los amantes abren la puerta del encuentro con la imagen de ese otro a quien anhelan. Incluso los ciegos observan: con el tacto, con el oído, con olfato o con el alma, haciendo sentir a alguien que lo reconocen. Igualmente, aunque en sentido contrario, cuando una persona nos ha lastimado, lo menos que deseamos es verle. Una de las formas más acusadas del rechazo es dejarle de ver: “si no te veo, no existes para mí”. Una buena parte de la calidad de nuestra vida anímica depende de cómo nos perciben los demás, especialmente, cuanto más jóvenes y frágiles somos. Recientes estudios de neurociencias han demostrado que los niños que son contemplados suficientemente por sus padres y de manera amorosa, suelen tener más salud psicológica y éxito en la vida.
Me ha nacido compartir con ustedes esta reflexión a partir de otra de mis experiencias con los maravillosos jóvenes que llegan a mi consultorio psicológico. Se trata del llamativo aumento de la afición que han desarrollado hacia superhéroes, comics y mangas. Muchos de ellos construyen su posición ante la vida a partir de personajes de ficción. No quiero decir con esto que no haya historias valiosas, por supuesto que las hay. Algunas -no todas-, están inspirados en profundas filosofías o en tradiciones míticas ancestrales; sus temáticas tocan dramas que enfrentamos los seres humanos y abordan hasta posibles soluciones. Nada que discutir sobre ello. El problema, es que una muy buena cantidad de jóvenes están abandonando el encuentro con la vida real mientras se sumergen en las historias que comienzan a devorar capítulo, tras capítulo, hasta que la balanza se invierte y terminan siendo devorados por ellas y dejan de tener interés en la vida real. Aunado a ello, comienzan a perder el valor y el empuje de salir al mundo, optando por los dispositivos electrónicos que les permiten ser espectadores de aquello que anhelan vivir: La valentía, el encuentro amoroso, el poder de conquista y tantas otras vivencias que desafortunadamente, no están cultivando en sí mismos.
¿Qué ha pasado? ¿Por qué se ha multiplicado la cantidad de muchachos que guardan en su corazón el sabor agridulce de una dotada inteligencia que, sin embargo, no les brinda habilidades para la vida? No siempre las tribus en las que se reúnen son zonas felices. En clínica he observado que muchos de ellos se sienten vacíos, extraños e inadaptados. Quieren realizarse, pero no saben cómo. Al excavar en sus historias familiares, con frecuencia se hace evidente que las pantallas llegaron a sus vidas antes que la suficiente cantidad de miradas y experiencias con sus padres. Perdieron prematuramente el placer de lucir ante sus padres, como el niño que desea que le contemplen cuando logra la proeza de equilibrarse en su primera bicicleta. No es infrecuente que sus papás y mamás también lleven años dedicando gran parte de la vida a lo que aparece en sus teléfonos móviles, computadoras o tabletas. En nuestra cultura, se ha vuelto más fácil asomarnos a las “ventanas digitales” que aceptar el compromiso de ex-ponernos, es decir, de situarnos en la posición de ver y ser vistos más allá de la interfaz de una computadora. Este es uno de los grandes temores de varios de los muchachos que atiendo: “Si me presento en persona ¿qué pensarán de mí? Mejor no me arriesgo”
Recordemos que un familiar no tiene “superpoderes” pero sí la cualidad de recordarnos que estamos vivos y listos para experimentar nuestras propias pasiones, fracasos, aventuras y conquistas. Su verdadero superpoder es dirigirnos la mirada, especialmente si lo hace con amor. ¿Qué les parece si, sólo por hoy, contemplamos a quien está a nuestro lado y charlamos? Como en los “viejos tiempos” …