Empieza noviembre y en México no escapamos de las festividades a nombre de la muerte.
Para nosotros, se dice, es consustancial y forma parte de nuestra identidad cultural. El mexicano juega y se divierte con la muerte misma, pero a la vez se conduele, sufre, llora y difícilmente supera el duelo conforme se acerca a la devastadora realidad de nuestros días.
Así la habíamos visto tradicionalmente: Fluía y permeaba en las más diversas actividades y disciplinas y hasta en la rica y propia gastronomía, del 1 y 2 de noviembre. No digamos en la literatura donde nuestros célebres autores la han rememorado en sus libros y textos diversos, como Octavio Paz, quien decía que el mexicano no elimina la muerte de su cotidianidad y que es una palabra a la que no se teme y pronuncia con frecuencia y soltura, o bien Jaime Sabines, que en su poema “Algo sobre la muerte del Mayor Sabines”, es decir su padre, nos estremece y lo transmite con profundo dolor, aunque envuelta en la belleza de la poesía. Y qué decir de nuestro genial Juan Rulfo que en “Pedro Páramo” hace vivir a los muertos y matiza la fatalidad como una especie de resurrección anticipada. O en el título de un conocido y reconocido cuento de Edmundo Valadés: “La Muerte tiene permiso”, donde una comunidad cansada de tanto abuso decide hacer justicia con mano propia. Por igual, recordar a José Guadalupe Posada y sus Catrinas sarcásticas de bella estampa acompañadas con versículos críticos para compensar las penalidades cotidianas.