Psicología de un país
En pleno siglo veintiuno, ante una nueva celebración del Día de la Raza, el 12 de octubre, me preguntaría ¿Cuál es la pertinencia de pedir que un país conquistador, pida disculpas a un país conquistado?
Aprovechando las efemérides de octubre, el presidente de México ha pedido al gobierno español que pida disculpas por las atrocidades cometidas durante la conquista. Esto nos coloca en un enfrentamiento entre dos entes que ya no existen, al menos no como hace quinientos años, me refiero al imperio español, liderado por los Reyes Católicos y a los pueblos originarios de este lado del Atlántico que ya no existen en este país.
México no existía cuando llegó Cortés, y hoy está conformado por una alta tasa de personas producto del mestizaje, en una población de más de 126 millones de habitantes. Existe sí, una importante cantidad de personas que se identifican con los 68 Pueblos Indígenas que habitan México. Y el Censo 2020, elaborado por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), indica que el 6.1% de la población nacional de tres años y más, está registrada como hablante de alguna lengua indígena -alrededor de unos 7.36 millones de personas-. Una estimación basada en la cultura indica que el porcentaje de mestizos alcanza el 90%.
Entonces, ¿Quién tiene que pedir perdón a quién?
Para solicitar que los españoles pidan perdón, tendríamos que asumirnos como descendientes de los indígenas masacrados. Cosa que no es factible, al menos en el 90% de los casos de los habitantes.
Pensemos en otro escenario. Un insulto recurrente cuando se quiere mostrar desprecio hacia alguien de rasgos indígenas o de condición humilde, es con la la expresión: “pinche indio”. Es decir, parece que viviéramos una especie de esquizofrenia, donde nos asumimos, a veces, como indígenas agraviados y, en otras condiciones, soberbios, como descendientes de la corona española.
Esta es una de las bases de nuestra mexicanidad. Un espíritu regido por pensamientos de una supuesta herencia europea que nos lleva a despreciar nuestra herencia prehispánica. O un espíritu reivindicado de los pueblos prehispánicos que nos lleva a vivir afrentados eternamente por los agravios de los conquistadores españoles. Con una facilidad asombrosa pasamos de ser hijos directos “pura sangre” de los españoles, a ser unos indígenas que luchamos contra una conquista que se dio hace mas menos quinientos años. Del privilegio blanco a la afrenta de la raza de bronce. Y, en medio de todos estos pensamientos y emociones que nos separan incluso de nosotros mismos, olvidamos que el mestizaje precisamente es una combinación de ambos pueblos, que ha dado por resultado al menos del 90% de lo que hoy somos los mexicanos. Indígenas y españoles de manera simultánea.
Las atrocidades de la corona española contra los pueblos indígenas siguen existiendo, pero en la actualidad, nuestro asunto es resolver esta contradicción que se expresa incluso en nuestras acciones más cotidianas. ¿Cómo tratamos a los que nos sirven? ¿Cómo nos sometemos ante los que nos dirigen? ¿Somos blancos europeos en un país de indios o somos unos indígenas que fomentamos en nosotros mismos el sentimiento de ser unos “hijos de la chingada”?. Descendientes de la madre mítica que nos parió, producto de una supuesta violación. A mí me parece que esto forma parte del mito fundacional que está detrás de nuestra contradicción interna que nos lleva a odiar nuestra herencia indígena. La misma que nos llevaba a cubrir de huevos estrellados el monumento a Colón, quien, por cierto, ni español era.
Al mismo tiempo, todo este movimiento de agravio/perdón nos permite hacer una visita a los conceptos de “Persona” y “Sombra”, de Carl Jung. De acuerdo al psiquiatra suizo Carl Jung, la persona es: el arquetipo de la máscara. Una parte de nuestra psique que es necesaria, no patológica, de nuestro desarrollo individual. Necesaria especialmente en lo relativo a asumir un papel social, como el del docente, padre, estudiante, etc. Este arquetipo puede manifestarse de manera patológica cuando se produce una identificación rígida de la misma.
La persona tiene una función básica para construir nuestra identidad consciente, desde el Ego. Y, de esta forma, nos sentimos cómodos como españoles de hace 500 años o como indígenas de épocas prehispánicas. En la ecuación del español que viola a la Malinche, nos identificamos con un hombre blanco y barbado o como un “hijo de la chingada”. El mito de la madre ultrajada y su difusión por la cultura oficial lo llevamos en lo mas profundo de nuestro ADN. No es gratuito que una de las palabras mas usadas sean las derivadas de la “chingada”, tanto para bien como para mal. Somos chingones o estamos chingados. Españoles conquistadores o indígenas avasallados.
Eso viven nuestra persona, una versión de nosotros agresiva, agraviada, lastimada, colonízate, ultrajada, traicionera, traicionada. Todo esto producto de un encuentro entre dos identidades que hoy viven en un solo cuerpo: el mexicano. Pero, esa persona esconde una sombra.
La sombra, de acuerdo con Jung, tiene dos manifestaciones:
- La totalidad del inconsciente, es decir, todo aquello de lo que el individuo no es plenamente consciente
- Aspectos inconscientes de la personalidad caracterizados por rasgos y actitudes que el yo consciente no reconoce como propios.
La persona, que es un arquetipo muy luminoso, vuelve aun más inconscientes los contenidos de la sombra. Esta es la razón por la cual tendemos a rechazar o ignorar los aspectos menos positivos de la propia personalidad. Aunque la mayor parte de la sombra tiene connotaciones negativas, también incluye atributos positivos. Reconocer nuestra sombra, integrar los contenidos de este arquetipo, nos ayuda a generar un aumento de la energía psíquica. Esto se manifiesta con un sentimiento de ser más completos.
La sombra del español nos lleva a menospreciar a los indígenas. Nos perdemos de la oportunidad de reconocer y aceptar esta parte de nuestra identidad. Y esto se manifiesta en comunidades de españoles o descendientes de ellos que aún viviendo en México, no aceptan mezclarse con los “indios”. Hace poco veía un video donde una mujer se vestía de indígena y entraba a una tienda de marca en la zona de Polanco, en la Ciudad de México y los dependientes le impedían el acceso por su aspecto. No fuera a ser que espantara a los demás clientes o que la alfombra del negocio se ensuciara por el lodo de sus huaraches. Hay muchas evidencias de este racismo-clasismo-separación de parte de los mexicanos parados, en su mente, con los dos pies en Europa. Nos avergonzamos de nuestra parte indígena.
La sombra de los indígenas nos lleva a despreciar todo lo que huela a España. De niño me sorprendía porqué las panaderías, manejadas normalmente por españoles no abrían sus negocios el 12 de octubre. La razón: Los mexicanos parados con sus dos pies en su herencia prehispánica apedreaban o cubrían de huevos estrellados las vitrinas de cualquier negocio manejados por españoles. Hoy esta sombra se actúa, retirando monumentos de personajes afiliados a esa hispanidad para dar paso a estatuas de personajes con rasgos indígenas. La historia oficial que se quiere imponer a otras realidades demanda que en pleno siglo 21, el gobierno español pida perdón a los mexicanos. Nos avergonzamos de nuestra parte española.
En este mundo dual no tenemos escapatoria, como españoles de pura sangre avergonzados de nuestra sangre indígena. O, como indígenas pura sangre avergonzados de nuestros componente biológicos y culturales españoles. Somos conquistadores soberbios y dominantes o sumisos, humildes, serviles. Y sus expresiones nos llevan a dar como válidos, argumentos sin sentido. Si te impongo mi razón simplemente es porque “soy tu padre”, y si tengo que aceptar las condiciones de sumisión sin protestar, es porque “soy un hijo de la chingada.” Esta es la ambivalencia de nuestra sombra.
Y el mito de la Malinche se perpetúa.
Pero, pero, pero hay otra historia. Una historia de amor, llena de detalles que valdrá la pena detenernos a revisar en algún otro momento. Hoy, sólo basta con recordar a Gonzalo Guerrero, también conocido como Gonzalo Marinero, Gonzalo de Aroca y Gonzalo de Aroza. Un personaje considerado el padre del mestizaje en América. Guerrero, fue un naufragio frente a las costas de Yucatán, llego al territorio que hoy es Playa del Carmen y fue hecho esclavo por un gobernante maya. Tras un proceso de asimilación de la cultura maya, Guerrero llegó a convertirse en consejero militar del jefe maya, a quien incluso llego a salvarle la vida. Como premio, obtuvo su libertad. Las crónicas de Bernal Díaz del Castillo narran que este personaje español se transculturizó dejándose hacer mutilaciones y tatuajes rituales mayas. Sus victorias se suceden y asciende hasta volverse jefe maya y se casa con la princesa Zazil Há. Por el año de 1510, Hernán Cortés se entera que hay españoles cautivos por los mayas y decide enviar a liberarlos. Gerónimo de Aguilar, enviado de Cortés, intenta “liberar” a Guerrero, pero éste último, al verse frente a frente, le explica con mucha tranquilidad: “Hermano Aguilar, yo soy casado y tengo tres hijos, me tienen por cacique y capitán, cuando hay guerras la cara tengo labrada y horadadas las orejas, ¿Que dirán de mis esos españoles, si me ven ir de este modo? Vayan ustedes con Dios, que ya ven que estos mis hijitos son bonitos y denme por vida suya de esas cuentas verdes que traen, para darles, y diré, que mis hermanos me las envían de mi tierra.” Guerrero habría asimilado con amor su mestizaje. Estaba casado con una princesa maya y tenia hijos producto del encuentro de su hispanidad con la cultura maya. Sin lugar a duda, una historia muy diferente a la de la Malinche como origen del mestizaje.
Y me pregunto: ¿Qué hubiera sucedido si en lugar de ser “hijos de la chingada”, nos admiramos como “hijos del amor” entre dos pueblos.
¿Qué habitaría n nuestra persona y en nuestra sombra?
¿Tendríamos necesidad de rechazar alguno de los dos pilares de nuestra herencia multicultural?
¿Tendríamos que seguir inventando historias de agravio en la historia oficial?
¿Tendríamos que retirar estatuas y monumentos?
Yo, en lo personal, prefiero considerarme un hijo del amor.