¿Qué tal queridos lectores? El día de hoy quisiera conversar con ustedes sobre una situación que me ha sorprendido mucho. Tengo pocos años que me mudé a vivir a una pequeña ciudad en la provincia mexicana. Lo que los citadinos suelen llamar “un pueblo”. A pesar de este calificativo, a mí me parece que tiene lo suficiente para vivir bien. Por supuesto, carece del glamour y modernidad de las grandes ciudades. Sin embargo, algo que -entre otros atributos- la hace valiosa, es el trato de su gente. Un amable grupo de extranjeros que han decidido residir aquí -muchos ya retirados-, le dan al ambiente un matiz de cordialidad y ligereza, a las cuales, uno se acostumbra fácilmente. Es tan sencillo recibir el regalo de una sonrisa. La gente te saluda y habla confiada. No necesita más que verte a los ojos para saber que puede compartirte algo, incluso, su ayuda si así lo requieres. La apariencia y el status son asuntos que carecen de importancia. El buen trato nace de la simple condición de existir.
Les platico esto, porque hace pocos días hice un viaje a la Ciudad de México y sin dejar de admitir esa seducción que causa en mí el enorme despliegue de modernidad que parece retoñar en sus calles, como si de una selva en ebullición se tratara, también pude contemplar un fenómeno que quizá pasa inadvertido para sus habitantes, pero que se siente en el corazón y más allá de ello, pienso tiene repercusiones importantes en la calidad de vida. Se trata de la desconexión humana y su sigiloso frío del cual les quiero contar.
Al llegar tuve el agridulce privilegio de hospedarme en un bonito hotel. Las instalaciones eran impecables, armónicas y agradables, situación que me despertó una alegre gratitud, después de un accidentado viaje del que quizá algún día les platique, pensé: “Qué agradable descansar los ánimos y el cuerpo en un lugar tan acogedor”. Así que envuelto en una lustrosa sonrisa, llegué a la recepción donde tuve oportunidad de saludar a uno de los huéspedes, un hombre maduro que se encontraba arreglando algún asunto. Al terminar mi check-in me volví hacia él para despedirme, deseándole que estuviera bien, ante su nula respuesta me retiré un poco extrañado, pero no le di mayor importancia. Al otro día, me topé en el elevador con un joven a quien también saludé, el me contestó entre dientes y de manera acelerada, como si quisiera alejarse tan rápido como sus palabras. Al verlo caminar hacia la zona abierta del hotel y prender un cigarrillo, reflexioné: “Ha de estar angustiado”, en fin, solté mi hipótesis al viento sin pensar que al otro día lo volvería a encontrar. Él entró primero al ascensor y me vio acercarme mientras las puertas se cerraban, por lo que introdujo su mano entre ellas para hacer que se volvieran a abrir y yo pudiera pasar, le dije un espontáneo “¡Gracias!” Su respuesta fue un inaudible “De nada” que se coló como flecha entre mis palabras: “¡Con tantas cosas en las manos a veces uno no sabe cómo detener el elevador!” Trataba de ser cortés, aludiendo a la carga que dificultaba mi movilidad. No hizo el menor intento por voltear y salió del elevador sin decir palabra. Mi sonrisa empezaba a perder el lustre de la espontaneidad.
Para resumir mi experiencia, empecé a observar a la gente en las diferentes áreas del hotel y me percaté que prácticamente todos actuaban igual incluso parte del personal que ahí labora, con los rostros llenos de afectación, fingían no darse cuenta de que a su lado había otros seres humanos. La comunicación sólo parecía fluir si quienes hablaban se conocían entre sí. De lo contrario, quedaba restringida a oraciones correctas, pero gélidas. Me sentía como envuelto en una pequeña guerra fría de barbillas levantadas.
La situación me hizo preguntarme: ¿Por qué la indiferencia es una actitud tan difundida en las grandes ciudades? La gente es “educada, conoce los códigos de relación social”, pero se mantiene ajena a lo que verdaderamente le sucede al otro. ¿No acaso la educación debería servir para humanizarnos? Las grandes ciudades “progresan” con sus bellas estructuras, pero qué hay de quienes viven en ellas. Podría afirmarse que la indiferencia es necesaria en una urbe en que la inseguridad obliga a sus habitantes al hermetismo. Sin embargo, valdría la pena plantearnos la posibilidad de que esa actitud sea también instigadora de la inseguridad. ¿No, acaso, el aislamiento nos vuelve más vulnerables? En mi “pueblo”, la cordialidad entre la gente hace sentir un ambiente más seguro. Me parece que nuestra sociedad tendría considerar en una tarea urgente: humanizar la educación. ¿No creen?