Cada vez y con mayor frecuencia acuden a mi consultorio jóvenes pacientes cargando el enorme peso de tristezas familiares heredadas. Lo que llama más la atención es que la mayoría de ellos no perciben con precisión de dónde viene ese misterioso lastre.

En una cantidad alarmante de familias, es común escuchar a padres comunicando a sus hijos un lastimero y sólido discurso relacionado con las múltiples aflicciones que les ocasiona la lucha diaria por mantener a la familia, el cansancio, la enfermedad, la falta de tiempo, la renuncia a proyectos personales y el envejecimiento, por mencionar los más comunes.

Bajo este escenario, los chicos, terminan obligándose a escoger uno de dos caminos: hacer suyo el dolor de sus progenitores o cuestionarse y rebelarse. Sin embargo ninguna de estas es una buena opción.

La primera es la más dañina, apunta a la conformación del “buen hijo”, ese que desde temprana edad hará lo posible por mitigar los “sufrimientos” de sus padres, mientras carga la culpa para aminorar los efectos, renunciando a sus propias ideas y metas, haciendo tributos que en poco cambian en los padres su lastimera existencia. También pueden sentirse tentados a entregar como “compensación” de su culposa deuda, su energía vital, a la manera de un mórbido mecanismo depresivo: “Como yo soy culpable de tu dolor y tu falta de plenitud, no me queda más que renunciar a la mía”.

La segunda opción es la rebeldía como una forma de protesta, aveces escandalosa y que por lo tanto cae fácilmente en el descrédito y la devaluación antes que ser reconocida como una genuina señal de protección, de la peligrosa trampa de la idea aceptada masivamente en nuestra sociedad que el sacrificio dignifica al padre y lo hace bueno, por lo que los hijos que no recompensan de la bondad, ¡son culpables! y tarde o temprano habrán de pagar por ello. De ello surge un conflicto que suele aterrizar en dolorosos enfrentamientos. Los padres se sienten deshonrados y el hijo execrado. No obstante, la esencia de su alarido encarna una gran verdad: no hay dignidad ni culpa alguna en el hecho de ser padre o hijo. 

Ser padre es una condición y el disfrute o sufrimiento que resulten de ello devienen de la manera de ver la paternidad.

Nada tiene que ver el dolor con la bondad. Lamentablemente, las esperanzas de que esta verdad pueda sostener al hijo en la búsqueda de su realización personal son escasas, pues los continuos señalamientos y la desaprobación familiar, al igual que en el hijo que se somete, alcanzan a sembrar en su corazón algunas semillas de confusión culposa, cuyo crecimiento le roba posibilidades de reconocerse como un ser valioso capaz de dar y recibir lo mejor.

La situación también a veces empuja al hijo a abandonar de manera prematura el núcleo familiar sin las herramientas para sostenerse en un mundo lleno de otros riesgos y falacias.

En las circunstancias más graves, el peso del tributo al sacrificio del padre convierte a los hijos en seres “eternamente” dependientes, atándoles a la casa paterna o haciéndoles regresar después de algún tropiezo. Así, el valor de un “padre heroico” se convierte en el único sentido de una coexistencia obligadamente conflictiva, pues dos adultos sin realización, sólo pueden aportarse frustraciones y desencantos. Y en el espacio flota una duda omnipresente: “¿Qué habré hecho mal?” 

Por añadidura, el no poco frecuente fracaso de los hijos en estas condiciones obliga a algunos padres a continuar de manera indefinida sosteniendo incluso a hijos maduros y hasta a los hijos de éstos, haciendo abuelos con un sobre esfuerzo que limita de manera tangible y contundente el derecho que tienen de realizarse y disfrutar de los frutos en el invierno de su vida. 

Como resultado, se trata de un ciclo de culpa que se atribuye y siembra en el hijo, por el esfuerzo que hacen los progenitores para sostenerle. Otorgándole la obligación de cuando éste crece, purge la culpa esforzándose a su vez por sus propios hijos.

Nadie sabe en qué momento termina el pago de esta ominosa deuda, lo que sí está claro es que tarde o temprano, el padre con esta mentalidad se siente redimido y “bueno” por lo que “adquiere”, la falsa autoridad de comenzar a endeudar a sus descendientes perpetuando de esta manera una mentalidad social que hace del sufrimiento una apología de santidad, cuando la verdadera santidad, no puede nacer sino de la profunda felicidad que otorga el verdadero acto de amar. “Dignificar” al padre es, en este contexto, un espurio premio a un ser que no es víctima de sus hijos sino de las creencias que le fueron inculcadas y cuya misión es erigir al sufrimiento como un valor y no como una falla en la concepción del verdadero desarrollo humano.

¿Cuál será la salida a este doloroso conflicto generacional? La respuesta está en dos estrategias mentales. La primera es el descubrimiento de este soterrado ciclo culposo. La segunda el reconocimiento de otra verdad: la paternidad no es una condición natural de todas las personas. La idea de que el sentido de la vida se explica con un simple determinismo biológico: “nacer crecer, reproducirse y morir” es un error al hablar de la existencia humana.

Para profundizar en las alternativas más felices y sencillas a este gran problema social, te invito a seguirme en mi siguiente artículo.