Recuerdo siendo niña mis paseos en bicicleta y andar en patines. Cuando jugar “al bote pateado”, a “las traes” o “quemados”, era algo de todos los días. Recuerdo a los niños intercambiando canicas “dos agüitas por una marta”, decían. Recuerdo el día de Reyes, cuando salíamos a compartir con los vecinos los juguetes que habíamos recibido esa mañana y coleccionar los álbumes de estampitas. Recuerdo las maestras regañonas que te hacían repetir mil veces las tablas de multiplicar. Recuerdo las ricas tortas de la cooperativa a la hora del recreo. Los chismografos, los amigos y las primeras fiestas.
Pense que ese seria el mundo de mis hijos y de mis nietos, pero hoy veo un mundo diferente. Un mundo donde los niños, no son “tan niños”. Donde para salir a jugar deben estar bajo la constante supervisión de sus padres; donde su mayor diversión se encuentra en los dispositivos electrónicos, donde todo lo que necesitan saber esta al alcance de un click, donde su área de recreo es entre otras circunstancias y ahora sumado al Covid-19, un cuarto de cuatro paredes.
Sin embargo esos son los niños “afortunados”, que decir de aquellos que son invisibles, que no hablan y que sufren día a día ignominiosas vejaciones. Niños que son obligados a huir de sus casas para no pertenecer a alguna banda o pandilla, que son violentados física y emocionalmente por sus padres o familiares, niños que son vendidos, traficados, niños que viven en la calle.
Hoy en San Antonio Texas se busca dar asilo a 14,287 niños inmigrantes que llegaron a los Estados Unidos sin ningún familiar que los acompañe. Por mi cabeza ronda sin cesar el tratar de comprender el grado de desesperación de estos niños, jóvenes y padres, que prefieren arriesgar la vida de sus hijos en esta travesía bajo el cuidado de un “coyote”, con la esperanza de ofrecerles una mejor vida. Casos de jóvenes hondureños, nicaragüenses, guatemaltecos, mexicanos que aseguran que de no hacerlo, de cualquier forma morirían. Niños que llevan escrito en la suela de su zapato, el nombre de un familiar que necesitan localizar en algún lugar en los Estados Unidos. Niños que quizás nunca habían salido de sus pequeños poblados, que quizás se subieron a “La Bestia”, que probablemente caminaron kilómetros, que morían de frio o de calor, que lloraban en silencio por dejar a su madre, a sus hermanos, a sus amigos.
Hoy hay niños que deben elegir entre dejar sus pueblos o cargar una pistola; niños que deben dejar de jugar para ayudar a mantener a sus familias; niños que prefieren la calle, a un techo lleno de golpes y violencia; niños que fueron olvidados, abandonados o maltratados.
Nosotros somos los responsables de reconstruir lo que a muchos de nosotros nos fue dado, una infancia con derechos. Los mínimos, los esenciales, que son amor, cuidados, seguridad, techo, vestido y educación. Nosotros somos los que debemos proveerles todo eso.
Invito a que celebremos este mes haciendo consciencia de lo que estamos dando y enseñando a nuestros hijos, porque seguramente será lo que cosecharemos el día de mañana.
Dejemos a los niños ser niños, hagamos por los nuestros y por los de los demás, algo que enriquezca su infancia. Demos y ayudemos a aquellos que más lo necesitan. Son muchos los institutos y organizaciones que lo requieren; quizás en su comunidad, en otra ciudad o en otro país; pero demos. Demos tiempo de calidad, ayuda y apoyo a esos niños que deberíamos celebrarlos no solo este próximo 30 de abril, sino cada día; por el simple hecho de ser niños. Que sea esto un mensaje para todos los niños qué fuimos y todos los que aún lo somos.