Hace poco tiempo, una de mis pacientes jóvenes se pasó hablando gran parte de su sesión terapéutica de lo bien que se sentía. Hizo un relato de la detallada observación que realizaba, desde hacía días, sobre las características de su imagen, su manera de vestir, de peinarse y de hablar. Su conclusión era que, salvo algunas ligeras modificaciones que la mantendrían al día en las últimas tendencias cosmetológicas, tenía el éxito asegurado. Su vida transcurría entre prolongadas incursiones diarias en redes sociales y chats, y las demandas de una carrera relacionada con el mundo financiero. Según decía, no tenía tiempo para “preocuparse” de otras cosas y eso la hacía sentir feliz.
Nada más lejano a la verdad. Inconscientemente estaba negando sus temores y los tristes momentos de soledad que padecía. La fractura de su disfuncional familia y el miedo que, en el fondo escondía, de no poder cumplir con las expectativas de ser exitosa, brillar y tener una vida llena de lujo y comodidades como la que mostraban los personajes de sus series preferidas, le oprimían el alma. Durante el diálogo comenzó a dejar ver sus preocupaciones y, detrás de éstas, el doloroso vacío de no contar con casi nadie en realidad. Su supuesto grupo de amigos era virtual.
La dificultad para hablar de sí y de lo que sienten, es un fenómeno que cada vez se está presentando más en las nuevas generaciones. Conversan mucho, pero comunican poco y esto es un indicador de que algo está pasando con su capacidad de unirse, de intimar y compartir. Conforme inician la salida de la vida universitaria al mundo exterior, es más común verlos sumidos en sus computadoras, celulares o tabletas durante febriles horas y días, que más tarde se convierten en extenuantes jornadas laborales. Ciertamente han nacido en un mundo tecnológico. Sin embargo, vale la pena preguntarse ¿Dónde están quedando esos momentos en que era fácil ver a los jóvenes reunidos y diseñando futuros comunes?
La naturaleza de la primera juventud tiene mucho que ver con la socialización. El descubrimiento de su vocación y el reto de vivir los lleva a crear amistades y alianzas, a experimentar la intimidad en sus niveles más profundos y a proyectar sociedades para ayudarse a cumplir sus sueños. Así, el miedo de abrir las alas y lanzarse al mundo, se ve conjurado por la unión y la suma de voluntades. ¿Quién, estando en la madurez, no recuerda, el delicioso impulso juvenil a reunirse para compartir anhelos?
Los recientes descubrimientos del neurólogo y psicoanalista Peter Fonagy han mostrado que las capacidades de empatía y autorregulación están directamente ligadas al desarrollo de la corteza prefrontal del cerebro y que ésta sólo puede evolucionar a partir de vínculos amorosos. No sorprende, entonces, que los jóvenes sientan un imperioso llamado interno a socializar. Si se carece de estos vínculos significativos, el cerebro, literalmente, “poda” de sus funciones esa zona, provocando una disminución notable de la inteligencia emocional.
La necesidad de socializar está clara, no obstante, el binomio trabajo-dinero, sustentado en la idea de la competencia está suprimiendo de manera prematura en los jóvenes la capacidad de vincularse de persona a persona. Las promesas de éxito y poder de las corporaciones les seducen, absorbiendo lustros de su existencia. Algunos, sin duda, lograrán estos apetecibles objetivos. La pregunta es: ¿dónde quedará la calidad de su vida interior, si no tienen tiempo para encontrarse? Creen poder sostener los lazos afectivos a través de mensajes, cadenas de imágenes o emojis. Realizar una simple charla telefónica para ponerse al tanto y decir te quiero, pareciera estar pasando de moda.
Perder la profundidad en la comunicación significa perder el ser interno y quien se pierde a sí mismo, ¿de qué sirve que tenga el mundo? Sólo a través de relaciones profundas y duraderas es posible autoconocerse. Los ojos compasivos de un amigo son el lugar más seguro para descubrir las propias limitaciones y aceptar con humildad la ayuda de los otros. Quien no se conoce, vaga por las aguas de la superficialidad y con miedo a su propio vacío.
Superar los momentos de crisis o las situaciones de vulnerabilidad precisan de apoyo genuino, y este tipo de ayuda sólo puede tenerse, construyendo historia con otros seres. Sin embargo, los jóvenes actuales van brincando de trabajo en trabajo, de ciudad en ciudad y de relación en relación, fascinados por el competitivo mundo laboral y la facilidad con que la virtualidad les dota posibilidades para cumplir un sinfín de deseos con un click y desaparecer tantas cosas que no les gustan, con otro.
La naturaleza nos ha demostrado que la esencia de la evolución no es la competencia, sino la cooperación y que es inclusiva; nada sobra en ella, ni el más mínimo ser carece de importancia. ¿Por qué entonces nos empeñamos en creer que la exclusividad es un valor? ¿No sería mejor cambiar la antigua frase Divide y vencerás, por Suma y vencerás? La fórmula no es tan complicada.
Aquellos que aún tenemos el mundo en nuestras manos y que somos quienes evaluamos, juzgamos, clasificamos y abrimos o cerramos las puertas del mundo a los jóvenes, tenemos la responsabilidad de recordar el valor del vínculo, de la unión de talentos y de echar raíces, para ello debemos replantearnos la pregunta de dónde está la verdadera riqueza.
Los padres de familia, no deben perder oportunidad de fraternizar con sus hijos, volver a lo simple, la convivencia piel a piel, las caminatas en la naturaleza, las charlas de sobremesa y las convivencias sin gadgets. Los adultos debemos ayudarles a ver que la economía no está peleada con la unión y que quien sabe compartir su pasión, es más fuerte, más feliz y se vuelve más sabio con el paso del tiempo, que quien vive creyendo que el sentido de la vida es pelear contra el mundo.
Al final todos ganaríamos. ¿Ustedes qué opinan?