Llegó a mi vida sin esperarlo. Había tenido un arduo día de trabajo. Entré a la casa, dejé los objetos que portaba entre las manos sobre el sillón más cercano a la puerta y, al volverme a cerrarla, estaba ahí, con su mirada brillante, cargada de una petición serena de ayuda y llena de dignidad. Mis señales mentales de alerta se activaron, diciéndome: “tú no tienes nada que ver con los gatos” Exclamé, terminante: “¡Vamos! ¡Afuera”. Él me miró un segundo más… sólo uno… y comenzó a andar hacia la salida. Sin embargo, algo me había cambiado por completo en una fracción de segundo. Me detuve y le dije a mi esposa: “Mira quien nos visita” y él paró, como si comprendiera que yo ya había pasado, sin darme cuenta, por un punto de inflexión. Una sutil impulso interno me instaba a protegerlo y “adoptarlo”. Así fue como empezó la aventura con nuestra pequeña mascota.

La primavera de una nueva época trajo consigo las sorpresas, los gozos y una agradable dilución de la rutina. Mi esposa y yo descubríamos a un ser con necesidades, personalidad, emociones y una enorme inclinación para vincularse. Poco a poco descubríamos un compañero que, como nosotros, tenía días buenos, malos y regulares, cosa que ignorábamos por completo. Habíamos creído que la función de una mascota era “hacernos felices” al mas burdo estilo de la idea, sin captar que él traía para nosotros una apuesta más allá de la que se espera de una triste atracción de feria. 

¡Por supuesto que su misión ha sido ayudarnos a tocar la felicidad! Pero desde una posición mucho más profunda e íntegra: la de retarnos a ver nuestras carencias y nuestra arrogancia como seres humanos. ¿Cómo estaba logrando esto? Él empezó a romper nuestros esquemas. Quería salir de casa en la noche, como todos los gatos, quería subir a los muebles, como todos los gatos, se enojaba y defendía sus territorios, como todos los gatos, quería ser acariciado, como todos los gatos, también quería jugar y compartir el tiempo como todos los gatos, pero, sobre todo, ser visto y aceptado, como todos los seres sintientes. Además, había que cuidarle y ¡limpiar su espacio! 

Mi respuesta frente a tantos cambios dejó de ser de agrado. Me empecé a sentir abrumado; con este sentimiento llegó la exasperación y de la mano de ésta, la incomprensión. Quería que el gato “se portara bien” y comencé a decirme: “Este animal está abusando. Vive como rey pero no hace caso”. Así, llegaron los regaños, las llamadas de atención y el punto de crisis: decidí retirarme de él y me propuse darlo en adopción, mientras me vanagloriaba de mi “buen corazón” y de mi”gran consciencia humana” que me movía a seguir alimentándolo y satisfaciendo sus necesidades físicas, pero ignorando sus llamados gatunos a convivir y vincularnos.

Así pasaron mis días, en una suerte de indiferencia orgullosa y amarga que me lastimaba, aunque no me percataba de ello. Hasta que un día un alma que tiene mucho  de infantil (en el mejor sentido de la palabra) escuchó mis quejas y me respondió con gran frescura: “Tú no tienes un gato. Los gatos no son así. Los gatos son indiferentes a quien no es su dueño. Él sí te escucha. ¿No me dices que nunca invade tu espacio de meditar? ¿Y que si le pides que se baje de un mueble lo hace? ¿Y que acepta los tiempos en que quieres estar solo en una habitación y no accede si tú no le otorgas tu permiso? Es más ¿no te espera pacientemente al pie de tu puerta a pesar de que lo hayas regañado? Ese no es un gato, es un ser que te vino de un largo viaje por la calle para verte a TI. ¡¡¿No te das cuenta de ello?!! 

Con esta última pregunta me dejó plantado en la soledad de mi estrecha infancia, transcurrida bajo la sombra de “la educación a la antigua” donde las “buenas costumbres y la disciplina” lo eran todo o mantener sano el cuerpo, sin importar los sentimientos, los deseos de moverse, y de jugar y de conquistar el espacio. 

Me quedé perplejo frente a mí mismo y mi historia, reconociendo que esos ojos gatunos que me siguen a todas partes, a pesar de mi desazón, le están haciendo un llamado a mi alma para reencontrar la verdadera compañía, esa que viene llena de gozo, incertidumbre y amor incondicional… 

Este es el último relato, sobre mi nuevo maestro.

¿Acaso también tienen ustedes uno en casa?