En 1997, mi vida dio un giro inesperado.  Lo que comenzó como un año de tragedia personal se convirtió en una lección de vida que aún llevo conmigo décadas después.  Si pudiera borrar un año de mi existencia, sería ese “annus horribilis” como diría en su momento la reina Isabel II de Inglaterra,, aunque en mi caso, no hubo incendios en castillos, si devastaciones personales y profundas. 

El año que lo cambió todo

Febrero trajo consigo la primera sacudida. Mi hijo Marco, de apenas tres años y hasta entonces perfectamente sano, comenzó a sufrir ataques epilépticos sin previo aviso. Los días se convirtieron en un torbellino de visitas médicas, pruebas interminables y noches en vela, mientras intentábamos comprender qué estaba sucediendo con nuestro pequeño.  Hasta le fecha, no me tenido una causa de aquellas crisis inexplicables.

Como si el destino quisiera poner a prueba nuestra resistencia, en marzo, en medio del caos por resolver los problemas de salud de Marco, descubrí que estaba embarazada. No era algo planeado, ni en ese momento deseado. La noticia cayó como un balde de agua fría en medio de la tormenta que ya estábamos viviendo.

Sin embargo, con el paso del tiempo, logré adaptarme a la idea. Incluso comencé a ilusionarme con la llegada de un tercer hijo. Pero el destino tenía otros planes. Una semana antes de la fecha prevista para el parto, mi hijo Max falleció en mi vientre. El dolor fue indescriptible. La injusticia, abrumadora.

Del dolor a la ira: Mi camino hacia las artes marciales

Sumida en la depresión y buscando una forma de mantener ocupados a mis hijos, los inscribí en clases de karate. El instructor mencionó que estaba abriendo una clase de defensa personal para madres. Vi en ello una oportunidad para distraerme y de paso, perder el sobrepeso del embarazo. 

Lo que comenzó como una simple distracción se convirtió en una válvula de escape. Cada golpe al saco de entrenamiento, cada grito de “kiai”, se transformó en una forma de liberar la ira acumulada. Ira por las convulsiones de Marco, por la pérdida de Max y por mi matrimonio que se desmoronaba.

Aunque mi cuerpo se fortalecía y avanzaba hacia cinta negra y sentía un cierto alivio temporal con los golpes en la clase, yo seguía sintiendo mucha rabia y sentía que mi espíritu se endurecía. Me volví cínica e insensible. Ridiculizaba todo lo sentimental o idealista. Me convertí en esa persona que siempre está lista para discutir, que se queja en voz alta, pero lo más preocupante era mi comportamiento al volante. Parecía que atraía a conductores imprudentes como un imán y cada día era una nueva batalla en la carretera. Mi ira se había convertido en una adicción peligrosa.

El encuentro que lo cambió todo

Una tarde, mientras conducía en la Ciudad de México todo llegó a un punto crítico. Una camioneta se me acercó por detrás, intentando adelantarse de forma agresiva. Tuve que frenar bruscamente para evitar un accidente. La furia me cegó. Aceleré, lo rebasé y le corté el paso. Él hizo lo mismo, y antes de darme cuenta, ambos estábamos detenidos en plena autopista.

El ruido de los carros y mi corazón latiendo a mil y la adrenalina corriendo por mis venas marcaron el inicio de un encuentro que cambiaría mi perspectiva para siempre. Salí de mi carro bruscamente, lista para la confrontación. Vi que la puerta del conductor de la camioneta se abría.

En ese momento, el tiempo pareció detenerse. Mientras el hombre caminaba hacia mí, pude ver claramente la decepción en su rostro al darse cuenta de que era una mujer. Él también quería descargar su ira, su frustración, su dolor. Y en su expresión amarga, vi reflejada la mía propia. Fue un momento de claridad absoluta.

La lección del ángel enojado

El hombre suspiró y con una voz sorprendentemente tranquila, dijo: “Señora, ¡usted me cortó el paso!”. El uso del honorífico sonaba extraño, considerando la situación en la que nos encontrábamos momentos antes. “Sí, señor”, respondí, “solo quería que viera cómo se sentía”. Sacudió la cabeza y se alejó. Así terminó nuestro encuentro, tan abruptamente como había comenzado.

Ese día, mientras veía al hombre alejarse, me di cuenta de lo agotada que estaba de estar enojada y amargada. Vi con claridad en qué me estaba convirtiendo y el peligro en el que me estaba poniendo. Comprendí que tenía una responsabilidad con mis dos hijos: no arriesgar mi vida y dejar de propagar toxicidad.

En ese momento, tomé la decisión de cambiar. Juré que Marco sería uno de esos niños que superaría su diagnóstico si tan solo podía aferrarme a la esperanza y tener fe. Decidí dejar de lado mi tristeza y enojo, y concentrarme en mis bendiciones.

Cuando le conté a una amiga lo sucedido, me dijo: “María, ese hombre era un ángel”. Ante mi mirada de incredulidad, añadió: “Sí, apareció para darte un mensaje. A veces los ángeles se presentan de formas inesperadas”.

No sé si creo en los ángeles, pero puedo decir que después de ese encuentro, las cosas comenzaron a cambiar. Los conductores imprudentes parecieron desaparecer de mi camino. Las convulsiones de Marco disminuyeron gradualmente. Logré hacer las paces con la pérdida de Max y, poco a poco, fui recuperando la alegría de vivir. ¡Ah! y cambié el karate por el yoga.

El poder de un momento de claridad

Veintisiete años después, aún recuerdo a mi “ángel enojado” y me alegro de haberlo encontrado. Aquel día en la carretera, este hombre no solo evitó una pelea, sino que me mostró un espejo en el que pude ver claramente en qué me estaba convirtiendo. Su aparición marcó el inicio de mi camino hacia la sanación y la paz interior.

Esta experiencia me enseñó que a veces las lecciones más importantes vienen de los lugares más insospechados. Un encuentro fortuito, un momento de conexión con un extraño, puede ser el catalizador de un cambio profundo en nuestras vidas.

¿Has tenido alguna vez un encuentro inesperado que cambió tu perspectiva de vida? Quizás, como yo, tienes tu propio “ángel enojado” esperando para mostrarte el camino hacia la paz y la redención. Solo necesitas estar dispuesto a ver el mensaje, incluso en los momentos más improbables.